nico romano

El Colorado

Rincón Literario: Cuento
24/08/2022
Luis Comis Escritor | Poeta | Meteorólogo

Cuento presentado en la feria internacional del libro de Frankfurt, en “Antología Cardinal” que hizo el Ministerio de Educación de la Nación a travéz del Plan Nacional de Lectura, donde la Argentina fué invitada especial.

El Colorado

Amodorrada en aquella madrugada fría, quizás soñaba con el sol, Ushuaia.  La pleamar, llegando suavemente, levantaba su pollera de algas para lamer el sexo salado de arena y piedras milenarias.

El punto que crecía al oriente al tiro convocó a los parroquianos. Cualquier barco siempre eran noticias pero también a granel bolsas de harina, papa, carbón, cajones con verdura y fruta, carne, tabaco, velas, todo escaseaba y se reponía océano mediante.

El villorrio entero se agolpó en el muelle y quedó por fin nariz con nariz, o mejor sea dicho, con la nariz de un buque alemán y por un momento ambos quedaron así, como mirándose.

El hombre rubicundo entre la tripulación que descendía se detuvo un instante echando una ojeada en el contorno, luego ganó una cuesta y enderezó sus zapatones hacia la montaña.

Nadie podía sospechar que ese individuo de anchas espaldas y andar enérgico, arribado de forma casual o contingente, daría nombre con los años a un monte de la cercanía y menos aun recordarían con el transcurrir del tiempo la forma ni la fecha en que llegara aquel cuyos pasos abonan la leyenda.

No hay que trasponer un umbral para acceder al bosque, simplemente todo el azul del mar de pronto se hace verde. Por eso, ya tragado por las hayas, algo llamó la atención del alemán entre el verde oscuro del coihue, algo que le hizo levantar la vista y lo dejó plantado como un árbol más en el sendero húmedo de barro y charamusca.

Colgado de una rama por un tiento grueso pendía como un guiñapo un perro a escasa altura, a la exacta altura para llegar de un salto y dar la mascada en un trozo de capón grasiento. El anzuelo que ocultaba la carne, no estaba destinado a un perro cimarrón como era el caso sino para un zorro colorado que hubiera terminado al fin por el garrote. Un solo golpe en la nuca deja la piel y el cuero intactos.

No se movía el animal apenas bamboleado por la brisa. Pero no entregaba la vida. Habiendo agotado ya sus fuerzas, una fibra interior, un instinto, algo atávico y oculto lo hacía resistir. Había replegado toda energía para adentro y desde allí resistía, sordamente, la quijada atravesada sosteniendo todo su peso en el anzuelo.

El hombre levantó ese cuerpo inerte, al tiempo que cortaba el tiento haciéndolo caer en su regazo. Pensaba en desencarnar. Por un instante se quedó midiendo el riesgo. Luego llevó una mano al paladar del perro y comenzó a trabajar con cuidado en esa boca malherida, atorada con el cebo. Entonces el animal movió los párpados hirsutos, los ojos inyectados. Por un momento las miradas se cruzaron.

Ni bien el anzuelo quedó afuera, quizás como un último intento de aferrarse a la vida, los colmillos se cerraron en la mano. Después se desvaneció.

No alternó con nadie el alemán en esa pequeña aldea que era Ushuaia. Solo caminó hasta el bosque y de este al buque cada vez durante los cuatro días que tomó a los visitantes el reabastecimiento. Alguno supo verlo cuesta arriba internándose en el verde. Fue el espacio y el tiempo en que uno cuidó y sanó del otro, en que ambos quedarían unidos más allá de ese momento.

Ya partía aquel barco alemán, un chorro de humo y el sonido de una sirena tronó el aire frío en la bahía solo habitada por un par de goletas y algún cutter. Había pañuelos y manos levantadas, la banda del presidio,
con su uniforme a rayas, llenaba todo a fuerza de clarinetes y soplos de trombón.

En medio del bullicio, el silencio naufragaba tan solo en un rubicundo hombretón que acodado en la barandilla con el resto de la tripulación, no despegaba los ojos de la costa. Es que a medida que la embarcación se separaba del muelle y entre ambos se iba ensanchando el azul, un enorme perro negro había hecho su aparición y plantándose en la línea de marea, no dejaba de mirar la nave mientras olisqueaba los tufos pringosos de brea y de sal.

Con el buque todavía en rada, a unos cuatrocientos metros de la costa y los parroquianos ya de espaldas, el colorado Krund, que tal era su nombre, saltó al agua. Con fuertes brazadas acortó la distancia llegando así a ese lugar donde alguien lo esperaba, y ambos enderezaron sus pasos hacia la montaña.

Aquel mundo flotante nunca más volvería y Ernst Krund se quedaba para siempre en El Onaisín, o “Tierra del Fuego”, como dieron en llamarla.

ilustracion el colorado

Ilustración: Cany Soto
Coloreado: Luis Marcelo Marais

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